domingo, 27 de enero de 2008

Reiteraciones trágicas acerca del amor

por Paula Oyarzábal


Eran las tres de la mañana, no podía dormir, daba vueltas en la cama como si una palabra, una pregunta, un razonamiento inconcluso tampoco pudiera dormir. Me desperté y preparé café, me senté frente a la ventana para mirar el río. Había hablado de amor toda la tarde. La conversación oscilaba cruda por la habitación, el amor y yo, y los dos sin ninguna palabra. Caímos en huecos de un pasado lleno de luces esplendentes, cegadoras y también caíamos en mortales comentarios inicuos. Infatigables las palabras aturdían. Las posiciones fetales de nuestros cuerpos y algunas lágrimas tibias y desbordadas, narraban parte del drama. Me quedé sumida en el recuerdo de la película que para esta tarde, ya había pasado más de un año en que había sido, la primera vez, en que supe cómo rodaba una lágrima. Una sola lágrima por la mejilla del amor. La balada de Jack y Rose – de Rebbeca Miller- En donde para Rose hay un solo hombre en su vida. Con él pasa los mejores momentos de su existencia. Con él hace sus sueños, teje proyectos, ignorando por completo (y no porque se lo hayan ocultado) que ese hombre, que le enseño a vivir suelta en la naturaleza, finalmente, era su padre. Ella vive y habita junto a él. Al parecer es condición de la mujer hallar un padre amoroso, que sepa proteger, amar y desvirgar el registro de nuestro cuerpo. Un padre histórico, que cumpla con las funciones amorosas, vive indudablemente en toda mujer y en algún momento de su existencia, esa afanosa admiración hacia los poderes masculinos, revelados en la mano y en la voz de "papá"; preexiste a esa penuria de amor y de tragedia. El deseo de franquear la barrera de la paternidad, para acunar los sueños carnales, en esa piel que promete certezas de amor eterno. El amor de un padre, son como cosquillas en el vientre de un niño. Un juego de Lolita, una Lolita que a través de su padre haría - en algún caso- más dichosa y poética su existencia. "Si te morís, yo me muero", dice Rose. "Si te morís, no habrá sentido en mi vida", responde Jack. Y así estába nuestra lucha de amor y amor. Madres y padres corrían en algún incómodo lugar, en nuestros pensamientos. Nos pasamos toda la tarde, buscándola - a la vida-, a través de algún sentido. Caminamos inconcientes en nuestros pasados, fantasmas desnudos, como nosotros, caían y se metían en nuestros cuerpos. Habíamos oscurecido y envejecido pavorosamente. Para cuando quise darme cuenta, ya comenzaba el amanecer a despertar y pronto otra vez la tarde se haría allí. E imagine que era la hora entre la mañana y la tarde, en que Rose -princesita de hippie- saldría a cultivar flores en su jardín. En ese jardín ocupa su tiempo y comulga con sus deseos de niña. El jardín de Rose, de flores alegres e inteligencia exquisita, me extravió esa mañana en el fondo del mar. Allí dónde habita la Vallisnería, que según se describe en el libro - La inteligencia de las flores- de Maurice Maeterlinck- es una hierba bastante insignificante, que no tiene nada de gracia y toda su existencia transcurre en el fondo del agua. En una especie de semisueño, hasta la hora nupcial en la que aspira a una vida nueva. Entonces la flor hembra, desarrolla lentamente un espiral, sube y emerge, para dominar y se abre en la superficie de su estanque. Y de un tronco vecino, las flores masculinas que la vislumbran a través del agua iluminada por el sol, se elevan a su vez, llenas de esperanza, hacia la que se balancea, la espera y la llama a un mundo mágico. Pero a medio camino se sienten bruscamente retenidas; por su tallo, manantial de su vida, es demasiado corto; no alcanzarán jamás, la mansión de la luz. La única en que pueda realizarse la unión de los estambres y el pistilo.
Nuestro propio drama en esta tierra es el amor de un hombre o de un padre, el amor de un poeta o un loco, - el amor - puede ser de mil maneras pero siempre, para que el amor se cumpla, debe ser de tallo corto, de alcance fugaz o transitorio, saber de ante mano, que estamos frente a un amor -imposible de felicidad plena-, un amor al que le sobran razones para no hacerse realidad, salvo, bajo el cincha de la orfandad.

sábado, 19 de enero de 2008

La música rota

1


En las noches de invierno, primero,
ese brillo de la expectativa: la
especulación; después la escalera
en
la Facultad de Ciencias
Sociales sobre la calle Marcelo Té,
los ojos verdes que estampan la tela
de suave nocturnado, y zambar
el beso en Plaza Houssay, el viaje
a Ushuaia con objetos, el consoliente azul
junto al Lago Argentino en el Parque
Nacional, y alcanzarte en el paseo, pero breve,
trágicos los episodios entintados, pero de amor
la convivencia supura en Haedo,
es grito feroz y es final: el timbre
arrebata y plasma, encuentra vocecita
el flete que a ella exige con sus cosas, y yo,
hermano de mi cuerpo junto al matinal,
no puedo tolerar la gente desesperada que grita
(por mi boca)
y escapo Juan famélico a la música,
lejos del departamento horizontal y los cerastas
vecinos, de las propétides chismosas,
de los jueces de la panadería,
del taller, del kioskito, golpeando con los pies
cada segundo un segundo final en la corrida
por la calle que se rompe como la caja
de la guitarra (regalo de ella)
adentro de la caja del flete en movimiento.


(poema completo)

sábado, 12 de enero de 2008

Quiero emborracharte en Temple Bar


De una, así como para arrancar, se me ocurre lo mismo que al amigo Norton cuando se pregunta qué carajo es el amor. Pero inmediatamente me apresuro a cuestionar: a quién carajo le importa saber qué carajo es el amor. Y corrijo: para qué carajo servirá saber de qué carajo hablamos cuando hablamos de amor. O mejor aún: a alguien le importa un carajo el amor y sus significados. ¿Será que con amar no alcanza? Y, así, en tren de carajear, me envalentono y escribo: quién carajo me mandó a aceptar esta invitación para hablar de qué hablamos cuando hablamos de amor.

Quizá uno se empecina en amar sólo para tener algo qué decir cuando alguien pregunta de qué hablamos cuando hablamos de amor.

O tal vez, de tanto hablar de qué hablamos cuando hablamos de amor, así, de distraídos nomás, se nos dé por amar.

A veces pienso que el amor es muy parecido a lo que le pasó a mi amiga, la que vive en Barcelona. A ella, argentina muy especial, como todas las amigas dignas de ser citadas en un texto sobre disquisiciones del hablar y del amor, se le dio por aprender a bailar tango con un profesor holandés en una milonga catalana…

Sin peros, que cada uno aprende tango donde le da la gana.

Lo cierto es que en una clase le tocó hacer pareja con el gigante, un tipo grandote con la barriga llena de cerveza, los tiradores estallando sobre su camisa siempre un poco entornada, y la barba pinchuda. Si algo había repetido hasta el cansancio mi amiga es que nunca dejaría que una barba pinchuda la pinche. Pero como siempre ella hace todo lo contrario de lo que dice, aunque no le pareció gran cosa —si bien, grande era todo él—, aceptó compartir unos pasos. Tras la experiencia me contó exultante: “En la vida sentí algo tan maravilloso: era como un papá Noel enorme que me abrazaba. Durante los tres minutos que duró esa pieza pensé que nada malo podía sucederme nunca jamás”.

Algo así como el amor debe ser eso que no termina de suceder y nadie comprende por qué, pero pasa un segundo antes o tres segundos después del instante indicado. Generalmente le sigue un suspiro de cualquiera que anda por ahí sin pensar nunca por qué.

También es posible que se esconda- el amor, claro- detrás de algunos hombres recios a los que pronunciar frases como “Te quiero”, “Te amo”, “Te necesito”, o cualquiera de sus articulaciones, les provoca urticaria. Son esos que cuando confesás “Te amo”, responden: “Cada vez que me decís eso – ¡eso!, como si fuera un insulto- siento que me estás apuntando con un revólver”. Pero una insiste las veces que quiere con la convicción de que el arma no está cargada y que, si por azar, una flecha se escapara, jamás rozaría el corazón del apuntado. Sin embargo, pasa el tiempo y la misma “una”, ya no contenta con las afirmaciones propias, necesita respuestas, por lo tanto pregunta: “¿Vos me querés?” solo para que él rezongue: “Dejá de apuntarme, por favor”.

Entonces, ella, la “una” de siempre, se adapta a las circunstancias y toda vez que le dice, generalmente al mismo tipo, “te amo” espera ansiosamente que éste le responda: “no me apuntes” porque ya sabe que cuando él suplica que no dispare, le está ronroneando al oído: “Yo también”.

Otra opción posible puede perderse en el condicional: esas cosas maravillosas que harían si, acabarían cuando, le contaría si… Los puntos suspensivos, estoy persuadida, conspiran contra el amor: “Hola, Carola. Soy yo otra vez. Solo para decirte que Dublín está soleada, que me encantaría pasearla contigo, emborracharte en Temple Bar y besarte bajo las arcadas del Trinity…”. Una porquería que nunca le pasará, ni con el que suscribe, ni con nadie, aunque en tanto la idea permanece en el, llamémosle, espíritu de la receptora condicionada, lo que circula por ahí, si no es amor, le pega en el poste (o en alguna columna del college dublinense), no importa que en el puto presente no condicional la que se emborrache en Temple Bar sea otra.

Ahora bien, llegado un punto, éste en el que los caracteres se acaban y el tiempo es tirano, lo más probable es que hablar de amor sea más fácil que disponerse a amar y por eso preferimos estar aquí, escribiendo sobre lo que, tengo la sensación, es imposible escribir.

lunes, 7 de enero de 2008

DECIR

por Marcos


Supongo que
comprendo porque ya estoy afuera, porque estamos afuera (hay un adentro que es el deslumbramiento, la sonrisa en silencio o decir cualquier cosa, la mano perdida en la espalda; hay un afuera que es entender y ya no decir nada: besar el desencanto). Pero el pasaje no es inmediato, sino que se da en etapas, lo que hay para decir se reduce con los días: la espontaneidad cae, se bloquea la alucinación, las palabras, cuidados, placeres. Es el revés del inicio. La conversación como un flujo intenso que daba vueltas, te apuraba, volvía, te apretaba allí donde dabas respuestas nuevas; la charla acorralaba, abrazaba, se retorcía anticipando la piel y el roce tibio.

El diálogo era una forma de comprobación, un tanteo lujoso, una verificación que giraba alrededor de un tironeo sugestivo. Una forma de apuesta sobre una mesa invisible, una invitación a que las frases, puntas de lanza de la aproximación, dejen lugar paulatinamente a intermitencias físicas: las manos, los hombros, el pelo, la boca. Estar bien era una proyección sencilla del uno sobre el otro, pero siempre medida, cautelosa (¿Narcisismo cobarde?). Ahora, estar afuera (mal) es tener la almohada rellena de vos, morder el borde de los días y dejarle las marcas de los dientes, fingir que no sé en qué andas, ahogarse en poemas-terapias, catarsis bastante torpe.

¿Qué te iba a decir?... Eso es lo que digo cuando no hay nada que decir, largaste sin rodeos ni más aclaraciones. Lo comprendo, estoy tranquilo, nada que decir, lo entiendo, no hay pánico, no, ni desesperación que una mi destino a los desterrados y vejados por la historia de la humanidad. (¡Estoy perdido, completamente, lo se!). Es muy simple supongo, cuando ya no hay nada que decir, cuando la marea baja, sale a relucir lo áspero de la piel: despojos, trenes descarrilados, desperdicios, malentendidos, sangre. La basura de la relación, si hay tal cosa, ahora se vuelve visible y lastima la vista verla flotar en la costa.