sábado, 12 de enero de 2008

Quiero emborracharte en Temple Bar


De una, así como para arrancar, se me ocurre lo mismo que al amigo Norton cuando se pregunta qué carajo es el amor. Pero inmediatamente me apresuro a cuestionar: a quién carajo le importa saber qué carajo es el amor. Y corrijo: para qué carajo servirá saber de qué carajo hablamos cuando hablamos de amor. O mejor aún: a alguien le importa un carajo el amor y sus significados. ¿Será que con amar no alcanza? Y, así, en tren de carajear, me envalentono y escribo: quién carajo me mandó a aceptar esta invitación para hablar de qué hablamos cuando hablamos de amor.

Quizá uno se empecina en amar sólo para tener algo qué decir cuando alguien pregunta de qué hablamos cuando hablamos de amor.

O tal vez, de tanto hablar de qué hablamos cuando hablamos de amor, así, de distraídos nomás, se nos dé por amar.

A veces pienso que el amor es muy parecido a lo que le pasó a mi amiga, la que vive en Barcelona. A ella, argentina muy especial, como todas las amigas dignas de ser citadas en un texto sobre disquisiciones del hablar y del amor, se le dio por aprender a bailar tango con un profesor holandés en una milonga catalana…

Sin peros, que cada uno aprende tango donde le da la gana.

Lo cierto es que en una clase le tocó hacer pareja con el gigante, un tipo grandote con la barriga llena de cerveza, los tiradores estallando sobre su camisa siempre un poco entornada, y la barba pinchuda. Si algo había repetido hasta el cansancio mi amiga es que nunca dejaría que una barba pinchuda la pinche. Pero como siempre ella hace todo lo contrario de lo que dice, aunque no le pareció gran cosa —si bien, grande era todo él—, aceptó compartir unos pasos. Tras la experiencia me contó exultante: “En la vida sentí algo tan maravilloso: era como un papá Noel enorme que me abrazaba. Durante los tres minutos que duró esa pieza pensé que nada malo podía sucederme nunca jamás”.

Algo así como el amor debe ser eso que no termina de suceder y nadie comprende por qué, pero pasa un segundo antes o tres segundos después del instante indicado. Generalmente le sigue un suspiro de cualquiera que anda por ahí sin pensar nunca por qué.

También es posible que se esconda- el amor, claro- detrás de algunos hombres recios a los que pronunciar frases como “Te quiero”, “Te amo”, “Te necesito”, o cualquiera de sus articulaciones, les provoca urticaria. Son esos que cuando confesás “Te amo”, responden: “Cada vez que me decís eso – ¡eso!, como si fuera un insulto- siento que me estás apuntando con un revólver”. Pero una insiste las veces que quiere con la convicción de que el arma no está cargada y que, si por azar, una flecha se escapara, jamás rozaría el corazón del apuntado. Sin embargo, pasa el tiempo y la misma “una”, ya no contenta con las afirmaciones propias, necesita respuestas, por lo tanto pregunta: “¿Vos me querés?” solo para que él rezongue: “Dejá de apuntarme, por favor”.

Entonces, ella, la “una” de siempre, se adapta a las circunstancias y toda vez que le dice, generalmente al mismo tipo, “te amo” espera ansiosamente que éste le responda: “no me apuntes” porque ya sabe que cuando él suplica que no dispare, le está ronroneando al oído: “Yo también”.

Otra opción posible puede perderse en el condicional: esas cosas maravillosas que harían si, acabarían cuando, le contaría si… Los puntos suspensivos, estoy persuadida, conspiran contra el amor: “Hola, Carola. Soy yo otra vez. Solo para decirte que Dublín está soleada, que me encantaría pasearla contigo, emborracharte en Temple Bar y besarte bajo las arcadas del Trinity…”. Una porquería que nunca le pasará, ni con el que suscribe, ni con nadie, aunque en tanto la idea permanece en el, llamémosle, espíritu de la receptora condicionada, lo que circula por ahí, si no es amor, le pega en el poste (o en alguna columna del college dublinense), no importa que en el puto presente no condicional la que se emborrache en Temple Bar sea otra.

Ahora bien, llegado un punto, éste en el que los caracteres se acaban y el tiempo es tirano, lo más probable es que hablar de amor sea más fácil que disponerse a amar y por eso preferimos estar aquí, escribiendo sobre lo que, tengo la sensación, es imposible escribir.

1 comentario:

Valeria Tentoni dijo...

¡me encantó el título!
y si..
es que nada que sea infinito tolera nombre.