En las noches de invierno, primero,
ese brillo de la expectativa: la
especulación; después la escalera
en
Sociales sobre la calle Marcelo Té,
los ojos verdes que estampan la tela
de suave nocturnado, y zambar
el beso en Plaza Houssay, el viaje
a Ushuaia con objetos, el consoliente azul
junto al Lago Argentino en el Parque
Nacional, y alcanzarte en el paseo, pero breve,
trágicos los episodios entintados, pero de amor
la convivencia supura en Haedo,
es grito feroz y es final: el timbre
arrebata y plasma, encuentra vocecita
el flete que a ella exige con sus cosas, y yo,
hermano de mi cuerpo junto al matinal,
no puedo tolerar la gente desesperada que grita
(por mi boca)
y escapo Juan famélico a la música,
lejos del departamento horizontal y los cerastas
vecinos, de las propétides chismosas,
de los jueces de la panadería,
del taller, del kioskito, golpeando con los pies
cada segundo un segundo final en la corrida
por la calle que se rompe como la caja
de la guitarra (regalo de ella)
adentro de la caja del flete en movimiento.
2
Ana cargó sus cosas y salió de la casa
cuando yo famélico a la música escapaba,
fascilante, estrechoso cuesta abajo
hacia Rivadavia y la vía del Sarmiento
a través de calles interiores, de veredas
que prenden las luces, que apagan las luces
en la romería y en el obbrutesco
de las facciones, campo inevitable, campo
irreparable; miren cómo el cuerpo
de repente se ha transformado
en una postura de ademanes paralizados.
Llegué caminante negro-blanco como este túnel,
ausente como un hombre de fotografía,
intermori, demori,
decedere, obire,
eppetere, perire,
interire uno dos uno dos contrario al flete,
dentral, roctúmbilo de una mañana con sol blanco
en el conurbano residencial,
mientras enanizaba el día.
Esto no lo sabe nadie:
Me senté en el piso
al lado de la vía, dos cuadras
pasando la estación Haedo.
Pensé, con la salina y el ojo
hinchado, acaso dormir, por qué no,
la música permanente, apoyado
junto a mis solsticios treparía árboles
debajo del tren, y no importarían las caras
ofuscadas acá, burlonas allá, de los pasajeros,
de los policías y los bomberos que me rodearían,
porque puertal me acunaría lentamente
sobre la hemorragia acolchonada y el hormigueo,
adormilado y cubierto por el canto rodado,
entre durmientes dobre t de acero,
veloz en un flete que desbarranca
en el precipicio de nuestras imágenes
del sur, del viaje al sur, del viaje a dedo.
3
Sentado cerca de los rieles imagino la película
oyendo voces posteriores en los metales
en movimiento: un regodeo por la tristeza familiar
y la desesperación de ella.
Ana saltará las vallas y abrazará su Juan descuartizado
por las ruedas: los despojos esparcidos del romance perfecto.
La sangre y los cuerpos multiplicados de mi cuerpo
serán un cáliz en sus manos
para los pasajeros. Uno a uno
comulgarán nuestra historia en Haedo,
un poco en Morón,
un poco menos en Castelar.
Imagino el final como un conjuro a la desgracia:
nos veo en la felicidad restaurada, doméstica,
corriendo los muebles como por arte de magia
y barriendo el polvo que entró por la ventana
no sé de dónde.
A la noche subiremos la escalerita caracol
hasta la terraza, donde comimos pan dulce
y descubrimos al colibrí entre los árboles.
Pero campito distante el preámbulo cede
y el pasto se marchita detrás
de la cortina, se deshace el paisaje
porque surge ante mí la ciudad profunda,
indiferente, que ignora mis delirios
y apenas oye un chapoteo de rulemanes.
Entonces me apabulla el tren
que puede aplastarme, arrastrarme
las tripas por cientos de metros, y me espanto,
doy un paso atrás, y otro, uno más,
y qué vas a hacer ahora, decime qué,
caído, pálido, decímelo, agrietado, gritás,
llorás, la gente te ve, te caés y querés rezar,
te arrastrás como un loco sobre la basura,
Juan encadenado, afónico en el patetismo,
inventado para el piso,
no habrá salida ni gentilezas,
sólo tiempo, mucho tiempo
aferrado al dolor en el estómago,
al herpes en el ojo, a la alergia y el edema de glotis,
a la fobia y la taquicardia,
que el cuarto negro y chiquito te espera en Boedo,
limpiador de inodoros, allí comerás negrura,
comerás silencio y nada te alcanzará,
muerto de hambre;
ella no contestará tus llamados
y así volverás a la idea
junto al balcón y el vacío,
pero darás un paso atrás,
otra vez, y otro, uno más,
aunque te martillen la sien
te atarás a la pata de la cama
(Juan siempre atado tu cadáver tibio
que mira al sur, en un viaje al sur,
en un viaje a dedo) y mirarás las imágenes
del sur, del viaje al sur, del viaje a dedo;
porque la campanilla del teléfono está muda
como las fotos, porque los años
pasan contra el piso del departamento,
el sur,
el viaje al sur existe,
el viaje a dedo.
4
Las caras que pasan caían conmigo
en el plano inclinado de la calle Veinticuatro
de Noviembre; agarrado del aire
le apretaba la mano a la mano mutilada
por los balancines del mecanismo dentado
de la angustia primero, de la apatía después,
una suerte gravitacional para el principiante
enamorado, que baja y baja, se compadece,
y deja que su compasión lo conmueva con relatos
del sur, del viaje, del dedo, de Ana,
y es cierto que me desmoroné
por los anillos del departamento,
pero el sol todavía estaba alto
en el escondite; en marzo lo habré pensado,
que si me pongo de pie y llego a la esquina,
el ciento veintiséis agarra derecho y me bajo
en la Facultad,
que si hago cola en la ventanilla
tarde o temprano van a devolverme el carnet
que llevan los estudiantes de Letras,
porque mucho se ha hecho,
pero más, mucho más, alcanzaré yo.
Acepté café, conversaciones y fiestas,
cursé materias y organicé a la gente
durante varios días hasta una tarde
que se acercaron para pedirme el teléfono
y llamarme a casa fuera de hora.
Yo contesté al adosamiento
aunque el vacilante y la medida
de un largo año abajo del tren
me despertaba desconfianza y reticencia,
pero dado que eran más amables conmigo
que la voz de Ana a cuentagotas,
les dije sí, dije sí, compañeros.
Cuando llegó el verano me propusieron
acompañarlos de campamento: otra vez
el sur, de nuevo el bosque. —No sé
si me conviene —pensé quedarme
en el cuarto negro.
—No digás pavadas, claro que sí,
te conviene venir,
es lo mejor para vos.
Cuando nos reunimos para elegir
el lugar, un voto masivo sobre el mapa
señaló el Parque Nacional Los Glaciares
y yo dije ni loco, me acuerdo de ella y sangro,
me pongo pálido, les digo no,
eh, por favor, vayamos a otro lado,
no me hagan esto, no puedo.
Pero ellos eran amigos de oídos sordos
y pulso colectivo, estudiantes de pie
en el centro del ambiente,
entonando su marcha contra mí:
“¡Los Glaciares, Los Glaciares!”
Y yo sentado en la sillita verde
contra la pared de la cocina
tenía que decidir cuanto antes
qué hacer, si volver o no volver.
5
¿Qué podía perder a esa altura del partido?
Por la intolerable, por la pieza
hundida en la zanja del modo
repetición de la imagen del sur,
¡nada!, ¡por el hastío!,
no podían sacar una gota siquiera
del pozo humano,
de la carne salada por el ojo de Boedo,
así que ojalé nomás al miedoso
y llené la mochila, ¡Ma sí!, ¡Nada!,
que el departamento se trague los barrios,
que por acá un farrandero
pedía al doble que lo autorice,
que en una de esas el bosque me pudría
y yo al final de cuentas me salvaba.
Compré los pasajes para la cárcel
itinerante junto a los sordos.
Nunca la realidad sería tan interior,
nunca el espacio tan perteneciente
al tiempo ni tangible como esos
días psicóticos lo cotidiano.
Cuando llegamos empecé a llorar
a escondidas: Negar los paseos,
callarme, estar solo en el bosque.
Se trata de no mirar
el Glaciar, no mirar la loma
de pasto amarillo,
no el caminito ascendente,
no salir de la carpa, no verte
por favor. —¿Qué le pasa
a Juan?
A mí me da miedo.
¿Vos qué pensás?
—A me da miedo.
¿Para qué vino?
Todos estaban enojados.
Culpa secreta, pajarito bordó,
tan terrible y tan lindo, vuelve,
se une a mi cuello,
lastima su gillette empicotada,
me arranca la piel.
Pajarito perverso, saca fotos, maquinita
espía de Ana, remite datos a la capital.
Juan degenerado repasa cumbres,
espía de Ana, escribe la patología
a la doctora muda como el hielo
brillante por la luz impuntual
de las estrellas patagónicas.
Juan pajarito de otro tiempo,
¿Qué me pedís? Decime qué
me pedís, que yo trato de hacer,
mezclar teclas para la masa
abrillantada del monitor, ¿qué?.
¡Hablá por Dios!, dale aire
a la foto y levantá la vista,
que te veo, puedo verte.
Pajarito de cara parecida,
dedicado al fogón y la madera,
creación deforme de las formas
que adopté cuando me fui
de Villa Celina, dale aire
a la foto bordó, respiremos.
6
El grupo planeaba seguir viaje
hacia El Chaltén. La última noche
cerca del Glaciar, junto al fuego,
les dije que me iba,
por más que en esa época los pies
nunca me llevaban a casa.
Los cambios bruscos de color
pasaban inadvertidos,
pero el menor ruido
resonaba más en el silencio.
Los ojos mostraban el veredicto de cada uno
de mis acompañantes. Si pudiera
señalar con los dedos de ambas manos
los días patéticos,
todos apuntarían a esa oscuridad de enero
en Santa Cruz.
El cuerpo devolvía movimientos
involuntarios, un efecto de contracturas
y taquicardia.
Dije sonidos desprolijos,
escamados de anécdotas incoherentes
que a nadie importaba.
Apenas se despidieron.
Decidí quedarme solo un día más
en el Parque, antes de volver
a Calafate y a Buenos Aires.
La inercia de las cosas
proyectaba una visión
de trenes rompiendo cuerpos
encima del Lago Argentino.
Había perdido, sino toda, en buena parte,
la noción de la ciudad.
Cuando estañar perfiles la tarde siguiente
caía, decidí buscar leña sobre la colina
para mi fuego.
Preñado por el desastre
ahora juntaba ramas,
piñas, y dudaba de todo,
paranoico, como si nunca hubiera existido
y todo fuera nuevo y digno de sospecha.
Pero, ¿una alucinación?, a veinte metros
caminaba un zorro colorado,
tranquilo, tan verdadero como increíble,
olfateando los árboles cuajados.
Nos miramos fijamente
durante tanto tiempo que nada,
ni siquiera la cresta del bosque,
se movió de su lugar.
7
“Si la tierra es un ser vivo
y tiene pulmones que por mil respiraderos exhalan fuego,
puede cambiar sus conductos de respiración
y, cada vez que se mueva, cerrar unas cavernas y abrir otras”.
Ovidio, Metamorfosis, Libro XV.
Lento como el crecimiento
o como las manos que deshacen nudos
el zorro giró la cabeza y siguió
su camino a la profundidad.
El movimiento se recompuso en las hojas
y en los troncos erguidos,
que en su lenta agilidad contra el cielo
pinchaban el vapor del fin del mundo.
Me senté un rato y después fui
al campamento; hice fuego,
miré las espirales patagónicas,
Juan combado como el planeta,
retrocedió mi conciencia por el flujo del veneno
de la tranquilidad;
ahora nada llevaría la confusión
y mucho menos el miedo,
porque mordido por alimañas sedantes
dormiría en el sueño de las gotas
que volvían desde enero y febrero
de mil novecientos noventa y cinco.
Ana: Plaza Houssay, Parque Chacabuco,
Lezama, Francia y las guitarras,
los objetos maravillosos
cosidos con alpaca y parsec,
el universo entero se suicida,
la inmensidad se convierte en un punto
que concentra la suma del tiempo
para el sur,
para el viaje al sur, por fin, para el viaje
a dedo por una ruta tres imaginaria,
proyectada más allá de
donde caímos, mi amor, detrás del hielo,
en el polo que tragó nuestro romance completo,
y allí no sé bien en qué nos convertimos,
con cuerpo o sin cuerpo, da lo mismo,
porque fue hermoso rodar atómicamente
y no puedo sacar ninguna idea concreta,
salvo algunos sonidos quebrados por la paz,
que encienden mis juegos infantiles,
una memoria que estalla como la lluvia,
sumerge los kilómetros recorridos
de Villa Celina hasta Ushuaia,
mojando la historia humana como el fundente
a los metales en la terraza de Haedo,
y suelda las partes en el pozo austral,
cierra como la tierra las raíces,
como cierra los muertos
en los días comunes,
cuando caen las raíces,
caen los muertos,
igual que ahora, que cae
mi pobre belleza, Juan Diego,
en aquel matrimonio con el fondo.
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