Además de tíos, primos, sobrinos, novios y maridos, solían ser invitados amigos de la familia. Una amiga de mis suegros, una endocrinóloga cincuentona y separada que desde el primer momento me dio imagen de depresiva, un día, entre los agnolotti y el estofado de chingolo, narró lo que ahora yo reproduzco.
Estela -llamémosle así- tenía un hermano un poco mayor, un solterón que vivía con ella y sus hijos; en una ocasión me habían invitado a su casa al festejo de la comunión de uno de los chicos; en un cuarto, apartado de la fiesta, vi a un hombre del que sólo recuerdo un aura anómala, una emanación enfermiza como si las personas con desórdenes mentales emitieran un olor sutil y repugnante. Llegué a tener el vago pensamiento de que no era conveniente que ese hombre conviviera con niños. Jamás volvi a verlo, y no volví a pensar en él hasta que Estela comenzó a contar la anécdota que lo involucra.
Pedro -llamemos así al hermano en cuestión- hizo un viaje a Perú cuando tenía veinte años. Como muchos jóvenes de clase media, aprovechó el lapso entre el fin del secundario y el comienzo de la facultad para jugar al mochilero, en una época donde era mucho menos común que ahora colgarse los bártulos y encarar la accidentada ruta hasta Machu Picchu. Los familiares, desde Buenos Aires, recibían esporádicamente noticias del joven Pedro; las comunicaciones en sudamérica, en la década del sesenta, eran bastante rudimentarias y muy costosas; una llamada telefónica desde las fragosas y despobladas zonas rurales peruanas era casi impensable.
El viaje, con imprevistos y todo, iba a durar dos o tres semanas; cuando pasó más de un mes en el que el viajero dio escasas señales de vida -algún telegrama donde anunciaba que estaba bien y que iba a demorarse un poco- la familia comenzó a desesperarse. A través de la embajada y de los datos de los telegramas dieron con Pedro y casi sin preguntar lo conminaron a regresar. Le enviaron el pasaje en avión con fecha inamovible. La madre intuía algo que se confirmó al regreso de Pedro: se había enamorado de una morena peruana y, pegoteado por las mieles del flechazo, había olvidado los calendarios.
Pedro ya en Buenos Aires, la relación continuó por vía epistolar. Hay enamorados que jamás se conocen personalmente, pero se me hace que debe ser mucho más frustrante conversar sólo por carta con el ser amado cuando ya se ha concretado la acción carnal: en el primer caso la fantasía se nutre de casi infinitas posibilidades; en el de este relato, el deseo de Pedro debe haberlo torturado con el recuerdo de besos y caricias concretos, repetidos como si fuesen los elementos del canon de una pesadilla recurrente. En las cartas ensayaban futuros donde, lograda alguna independencia económica, volverían a encontrarse en un impreciso lugar donde ni la distancia ni las obligaciones impidieran su amor.
Lo que ocurrió fue que luego de algunas cartas intercambiadas, las de la peruana -llamémosla María- dejaron de llegar. Fue como si dejara de existir. De hecho, como la única manifestación de su existencia eran sus cartas, su desaparición fue literal y completa. Pedro, desgarrado, envió quizás media docena más de cartas, pero finalmente la ausencia de respuesta, su juventud y la mala memoria fueron desdibujando su pasión hasta convertirla en algo cada vez más lejano y tolerable. A pesar de ello, en algún lugar de su alma quedaron las huellas de ese mal de amores; lo vi en aquél momento empático que tuve con él, cuando intuí en su interior un abismo de oscuridad.
Los años se hicieron décadas; llegamos al año cero; a todos les pasó de todo y a la vez fue como si nada hubiera pasado. Pedro nunca se casó y terminó abonado en la casa de la hermana; Estela, que había formado una familia, vivió el fracaso de su matrimonio en forma bastante traumática -marido adúltero- y se acercó más a Pedro, hermanos al fin también en la pérdida. La madre de ambos, que hacía años vegetaba sin salir de su habitación, acabó muriendo de quién sabe cuántas dolencias, aunque se dijo para simplificar que murió de vejez. Hechos los trámites de rigor -velorio, entierro, misas por su alma inmortal- siguó la general tiradera que suele clausurar la vida de los viejos. Imagino ese momento: cada documento, cada adornito, cada foto, se convierte en la cuenta de un rosario que se hace largo, poblado de recuerdos que, como un oxímoron, regresan para decir que ya nunca volverán. Llegado el momento del enorme ropero, de esos que ya no se hacen más, hubo que forzar la cerradura, ya que nadie recordaba la última vez que había visto la llavecita.
Entre ropas rancias, valijas viejas, papeles y recortes, en el fondo del ropero había un paquete de cartas de María. Leyéndolas en orden podía seguirse la cadena de sentimientos de la chica, primero desconcertada por los reproches de Pedro, que le recriminaa la ausencia de respuesta a sus cartas; más tarde, cuando él dejó de escribir, ella, que seguía enamorada, se lamentaba por lo poco que había durado el amor eterno de su amante argentino; en las últimas cartas, la amargura ya no reclamaba nada, simplemente manifestaba el dolor con un cansancio infinito.
La señora de la casa, la mujer que había obligado a su benjamín a volver corriendo del Perú para salvarlo de la negra que quería quitárselo, se había asegurado la fidelidad de Pedro interceptando las cartas de María; durante un año ella había seguido intentando el contacto, y hacia el final, al menos un poco de entendimiento. Todo había quedado arrumbado en un viejo ropero color caoba, de esos que ya no se hacen, y sólo la muerte de esa férrea voluntad posesiva había logrado romper el secreto. Vaya uno a saber qué fuerza impulsó a la madre a cometer semejante crimen, y qué rebuscadas razones la llevaron a conservar las cartas en lugar de destruirlas. Podría decirse que en algún rincón de su alma la anciana sentía la negatividad de su acto y, quizás sin jamás racionalizarlo, vislumbraba que la destrucción de las cartas era ya demasiado.
Creo que la madre guardó las cartas para gritar un triunfo aún después de su muerte; imaginó sin llegar a racionalizarlo, la lección que le daría a su hijo, conciente al fin de que aquél amor no había sido posible porque ella no había querido. El odio que se recibe de la gente pequeñita a la que uno debe dirigir, tal vez pensó, es un mal menor; era más importante que supieran que la libertad no era merecida por ellos, ni la podrían manejar. Era bueno que supieran, aún tardíamente y con dolor, quién cortaba el bacalao.
Luego de la desazón natural, Pedro comenzó una búsqueda desenfrenada de María, ayudado por las ventajas de la modernidad y la contratación de un detective en Perú. A la semana tenía una dirección y un número de teléfono. Imagino que le habrá temblado la mano y la voz cuando marcó la larga lista de números y le preguntó a mujer que atendió del otro lado: “¿María?” Sólo un nombre, una sola palabra dicha con una voz deformada por las emociones; treinta años de distancia en el tiempo; miles de kilómetros en el espacio. Pero ella, sin interrogar, también con una voz que parecía de otro, contestó: “¡Pedro!”.
Ella lo había reconocido. Se había casado, había tenido dos hijos, había enviudado; lo había reconocido y -lo fue descubriendo mientras hablaban- aún lo amaba. Hablaron mucho por teléfono; a la semana él viajó a Perú y se encontraron, después de todo. Al tiempo vinieron juntos a radicarse en Buenos Aires. Ella efectivamente era una india, como sospechaba la vieja bruja; había sido hermosa y conservaba todavía el cabello azabache y una buena figura. Se quedó a vivir con Pedro -alquilaron un departamento para ambos- y creo que, mal que mal, son felices.